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LA REPUBLICA

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Platón

La República

INTRODUCCIÓN POR MANUEL FERNANDEZ-GALIANO

LA GÉNESIS DE «LA REPÚBLICA»

1. El título de la obra

El título con que se conoce este tratado no corresponde al original

griego de Politeía que aparece en Aristóteles: la traducción exacta de

éste sería «régimen o gobierno de la polis (o ciudad-estado)»; pero, a

través del latín Res publica, que tiene también este último sentido y fue

empleado por Cicerón para rotular su obra sobre el mismo tema, ha

sido vertido con ese término al castellano. Ello tiene el inconveniente

de falsear la mente del autor en la misma portada del libro y sugerir

inadecuadas representaciones en los muchos que no tienen de él otra

noticia que la de su nombre. Con todo, no se ha creído procedente

cambiarlo, porque el título tradicional de una obra es signo general de

su reconocimiento y pertenece ya más al público que al traductor.

El segundo título, agregado por Trasilo, astrólogo del emperador

Tiberio, reza «acerca de la justicia» ; y en efecto, con una discusión

sobre la justicia empieza el tratado. En esa discusión, como en

cualquier otra que trate de precisar un concepto, es indispensable que

esté presente en la mente de los que discuten la representación de un

objeto común cuya naturaleza se investiga; este objeto es aquí «el

principio de la vida social», esto es, el vínculo que liga a los individuos

y forma el Estado. De este modo uno y otro título se reducen al mismo

asunto; no obstante, por derivaciones posteriores la reducción no es

total y esto engendra un dualismo de temas que es uno de los más

señalados caracteres de la obra.

2. La polis o ciudad-estado

La polis fue la unidad social última del antiguo mundo griego: el

nombre, como aún nos recuerda Tucídides (II 15, 3), designó

primeramente la fortaleza construida en lo alto de la montaña o la

colina y se extendió después al conjunto de lo edificado al pie de ella

(ásty). A tal centro de población vinieron a someterse a incorporarse

después las aldeas circunvecinas. El vínculo original de los que constituyeron

la polis debió de ser tribal, de sangre o parentesco, referido a

un héroe ancestral, y efectivamente en todas partes quedaron

instituciones y usos conformados con ese origen. Pero, en Atenas y en

otros sitios, al correr del tiempo y sus azares, sintieron los ciudadanos

la comunidad de habitación y de vida como rasgo capital de su unión.

La estructura de la polis o ciudad-estado se vio favorecida por la

disposición del territorio helénico, que cordilleras y golfos distribuían

en pequeñas comarcas, y por la grata y sencilla creencia, recogida por

Aristóteles, Pol. 1326b 14-17, de que la comunidad política exige el

conocimiento mutuo de todos sus miembros, sobrevive al imperio

macedónico y a la constitución del romano y llega hasta el siglo II de

nuestra era para resucitar en gran parte durante la Edad Media y

alcanzar el umbral de la época contemporánea.

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La diferencia entre la polis y el Estado o nación actual es

fundamentalmente cuantitativa, no cualitativa. De ahí el interés que

para nosotros tiene cuanto sobre ella se discurrió y compuso.

3. El régimen democrático

La república de Platón no es en primer término la construcción ideal

de una sociedad perfecta de hombres perfectos, sino, como justamente

se ha dicho, a remedial thing, un tratado de medicina política con

aplicación a los regímenes existentes en su tiempo. El autor mismo lo

confiesa así y en algún pasaje (473b) manifiesta su propósito de buscar

aquel mínimo cambio de cosas por el cual esos Estados enfermos

puedan recobrar su salud; porque enfermos, en mayor o menor grado,

están todos los Estados de su edad. Y cuando habla de la tiranía como

cuarta y extrema enfermedad de la polis (544c), reconoce que son

también enfermedades los tres regímenes que le preceden.

Hemos de entender, pues, que, así como el estudio del enfermo ha de

preceder a la consideración del remedio, así en la elaboración del

pensamiento político platónico el punto de arranque es el examen de la

situación de las ciudades griegas contemporáneas. No obsta que, por razones

de método, sea distinto el orden de la exposición: es la realidad

circundante lo que primero le afectó y puso estímulo a su pensamiento.

Esta realidad se le presentaba varia y cambiante: los regímenes

políticos no eran los mismos en una ciudad que en otra y en una misma

ciudad se sucedían a veces los más opuestos. Platón redujo toda esta

diversidad a sistema imaginando una evolución en que cuatro

regímenes históricos fundamentales (timarquía, oligarquía, democracia

y tiranía) van apareciendo uno tras otro, cada cual como degeneración

del precedente. La timarquía misma nace de la corrupción de la

aristocracia, que es el mejor sistema de gobierno, el aprobado por

Platón y el representante de la sanidad primitiva. Salvo de éste, de

todos tiene experiencia: la timarquía es el régimen generalmente tan

celebrado de Creta y Lacedemonia (544c); la oligarquía acaso no

represente sino la situación contemporánea, ya en degeneración, de esa

misma constitución timárquica. Los otros dos regímenes le eran aún

mejor conocidos: la democracia, por Atenas, su patria; la tiranía, por su

residencia en Siracusa, la corte de los Dionisios. Claramente se percibe,

sin embargo, que lo que está más viva y constantemente presente en el

alma de Platón es el régimen de su propia ciudad, esto es, la

democracia ateniense. Ella ocupaba un campo incomparablemente

mayor en su experiencia personal, no sólo como ambiente más

prolongado de su propia vida, sino en razón de la mayor riqueza de

hechos que por sí misma le ofrecía. Y es claro que toda la meditación

constructiva del filósofo supone el descontento y la insatisfacción de

aquel régimen político en que había nacido y dentro del cual pasó la

mayor parte de sus días.

Hay ya en cierto pasaje del tratado (430e) el esbozo de algo que

podríamos llamar argumento ontológico contra la democracia y que,

Ilevado a su inmediata consecuencia, entraña la negación de la

posibilidad de aquélla. Si la democracia se entiende como forma del

Estado en que el demo o pueblo es dueño de sí mismo, su concepción

resulta irrealizable, absurda y ridícula; porque el que es dueño de sí

mismo es también esclavo de sí mismo y con ello se hacen coincidir en

un mismo ser dos posiciones distintas, opuestas a irreductibles. La

distinción hecha por Rousseau entre la «voluntad general» y la

«voluntad de todos» es algo que está en pugna con la mente de Platón,

y por eso para él el argumento tiene entera fuerza. Ni en la ciudad ni en

el individuo ve voluntad general alguna, sino una diversidad de partes

con impulsos y tendencias de muy diferente valor. Lo que caracteriza al

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régimen político, como al régimen del individuo, es la preponderancia

de una parte determinada con su tendencia propia. La democracia no es,

ni puede ser por tanto, el régimen en que el poder es ejercido por el

pueblo ni por su mayoría, sino el predominio alterno, irregular y caprichoso

de las distintas clases y tendencias: más que régimen, es una

almáciga de regímenes en que todos brotan, crecen y se contrastan

hasta que se impone alguno de ellos y la democracia desaparece. De ahí

la indiferencia moral de ésta y la riqueza que ofrece su experiencia: allí

hay gérmenes del régimen mejor o filosófico y del peor o tiránico; y

con ellos, de los otros regímenes intermedios (557d). La condición que

hace posible todo esto, la que deja abiertos en todas direcciones la

sociedad y el régimen democráticos, es la libertad, y de libertad aparece

henchida la democracia; pero un régimen así, radicalmente falso y con

iguales facilidades y propensiones para el bien y para el mal, no puede

ser un régimen aceptable.

Una de las más gratuitas y erradas afirmaciones que se han hecho

respecto al espíritu de Platón es la de que su antidemocratismo está

enraizado en un mezquino espíritu de casta, tesis conocidísima de

Popper: su familia, aunque de la mejor nobleza, había seguido una

tendencia más bien abierta y liberal que exclusivista y conservadora;

una influencia familiar no puede por lo demás rastrearse por parte

alguna en el pensamiento político del filósofo y los tonos de su

condenación de la democracia no tienen, aunque otra cosa se diga, la

acritud del odio racial. Platón llegó a ella por dos caminos distintos:

uno, el de su experiencia política y personal, y otro, el de su doctrina de

la técnica, recibida esta última de Sócrates, su maestro. Si hemos de

creer lo que se dice en la carta VII, cuya autenticidad es hoy

generalmente admitida, lo que separó para siempre a Platón de sus

conciudadanos en la esfera política fue la condena y muerte del propio

Sócrates en el año 399. El discípulo ha hablado de ella con una cierta

amargura en su diálogo Gorgias (521 y sigs.): Sócrates mismo

pronostica allí su juicio y su sentencia y compara la asamblea popular

que ha de condenarle con un tribunal de niños ante el que un médico es

acusado por un cocinero. Inculpa éste a aquél por la dureza de sus

tratamientos, el rigor de sus prescripciones y el mal sabor de sus

pócimas y les pone por contraste la dulzura y variedad de los manjares

que él prepara; en vano el médico alegará que todo el sufrimiento que

él impone está enderezado a la salud de los niños mismos, pues el

tribunal de éstos no le hará caso y, diga lo que diga, tendrá que resignarse

a la condena.

Tal es la imagen que Platón se forma de la democracia y que persiste

en La república: un demo menor de edad e insensato y unos

demagogos que le arrastran a su capricho abusando de su incapacidad y

falta de sentido. En un pasaje (488a-e) presenta a aquél como un patrón

robusto ciertamente, pero sordo, cegato a ignorante, con el que juegan a

su antojo los marineros que lleva en su barco; en otro (493a y sigs.),

como un animal grande y fuerte cuyos humores y apetencias estudian

los sofistas para aceptarlos como ciencia, esto es, con el fin de sacar de

ese estudio normas para su manejo. Platón, pues, no tiene hiel para el

demo aunque la tenga para los demagogos: los tonos en que habla de

aquél van desde la compasión a la ironía. «Cuando agravia -dice en

565b- no lo hace por su voluntad, sino por desconocimiento y

extraviado por los calumniadores.» Tales opiniones eran de esperar, por

otra parte, en un hombre que había sido discípulo afecto de Sócrates y

que además había recogido la experiencia de aquel agitado y triste

período de la historia de Atenas, aquel final del siglo v que tan bien

conocemos por los relatos de Tucídides y Jenofonte. La democracia

había tenido su época de esplendor y ufanía, pocos años antes del

nacimiento del filósofo, bajo la dirección de Pericles. Este mismo, en

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un discurso famoso que, sin duda con fidelidad de conceptos, nos ha

transmitido Tucídides, había celebrado sus excelencias con ocasión del

funeral de los caídos en el primer año de la guerra arquidámica: es un

pregón de las calidades yventajas de la democracia al que Platón parece

poner, muchos años después, la sordina de sus ironías. La derrota

exterior y la descomposición interna de Atenas habían sido un amargo

comentario a las arrogancias de su primer estratego. Ya Platón le había

condenado en el Gorgias juntamente con otras grandes figuras de la

historia de su patria, como Milcíades, Cimón y Temístocles; se puede

suponer lo que pensaría de los hombres de la edad posterior, los

improvisados a insensatos políticos que jalonaron con su desatentada

actuación la trágica pendiente de la derrota: el curtidor Cleón o el

fabricante de liras Cleofonte sin contar a Alcibíades, el punto negro en

la sociedad de los discípulos de Sócrates. Hombres que alucinaron

algún día al pueblo con sus declamaciones o pasajeras victorias para

dejarlo caer finalmente en la catástrofe sin remedio.

Tucídides había dicho (I65, 9) que en la época de Pericles, la más

gloriosa de la democracia, ésta no había existido más que de nombre: la

realidad era la jefatura de un solo varón, el primer estratego. Para

Platón, toda la democracia no había sido más que demagogia en el

sentido etimológico de la palabra (cf. 564d); y los demagogos, unos

embaucadores del pueblo que, en vez de atender a la mejora de éste,

habían cuidado sólo de su propio aventajamiento halagando y

engañando a la multitud con el arte bastardo de la oratoria. A todos

ellos oponía la figura de Sócrates, «uno de los pocos atenienses, por no

decir el único, en tratar el verdadero arte de la política y el solo en

practicarlo, alguien que no hablaba en sus perpetuos discursos con un

fin de agrado, sino del mayor bien» (Gorg. 521d). Y éste era el hombre

a quien había condenado a muerte la propia democracia de Atenas.

Pero, si la oposición a la democracia era en Platón fruto de su

desengañadora experiencia, había llegado también a ella en virtud de

una doctrina, fundamental en el tratado de La república, pero cuya

procedencia socrática es indudable: la doctrina o principio de la técnica.

La mayoría de los ciudadanos atenienses residentes en la ciudad se

contaban entre los llamados demiurgos, artesanos o artistas, hombres de

oficio o de profesión liberal. Dotado aquel pueblo como ningún otro de

un seguro sentido de la belleza y de un vivo afán de saber (Tucíd. II 40,

1), es natural que alcanzase en sus obras y realizaciones una perfección

que en algunos casos sería la admiración de los siglos; y natural

también que, conscientes de ello, tuviese cada uno el orgullo de su arte,

observase solícitamente los secretos de sus procedimientos y los

transmitiese a sus hijos en larga y pormenorizada enseñanza. El sentido

de la técnica era, pues, muy vivo en estos profesionales; pero los

mismos hombres que así apreciaban las dificultades del acierto y del

éxito en un oficio manual o un estudio especializado, se creían capaces

de desempeñar sin ninguna particular preparación las funciones

públicas en el ejército o en la asamblea y aun, como hemos visto, la

propia dirección de los asuntos del Estado. Y esta supuesta capacidad

era también motivo de presunción y de arrogancia. En el ya citado

discurso de Pericles hay claras manifestaciones de estos sentimientos:

allí se recuerda, por lo que toca al ejercicio militar, que los

lacedemonios tratan de alcanzar la fortaleza viril con un largo y penoso

ejercicio, que comienza en la primera juventud, mientras que los

atenienses, con una vida libre y despreocupada de todo ello, consiguen

los mismos resultados (II 39,1); se afirma que los ciudadanos, aun

dedicando su atención a sus asuntos domésticos y quehaceres privados,

entienden cumplidamente los negocios públicos (40, 2), y que un

mismo varón puede mostrarse capaz de las más diferentes formas de

vida y actividad con la máxima agilidad y gracia (41,1). Estas

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afirmaciones de la capacidad general para la política son siempre del

agrado del pueblo, pero, interpretadas a su capricho y dando alas a la

audacia y a la improvisación, traen las consecuencias que son bien

conocidas en la historia de Atenas.

Fue Sócrates quien vino a oponerse a ellas con su principio de la

técnica. Creador de la ciencia de la vida humana con su fundamento

natural y su fin inmanente, tuvo por capital empeño el convencer a los

hombres de su tiempo de la necesidad de esa ciencia y de su incomparable

importancia. Y para ello aprovechaba hábilmente aquel vivo

sentido de la técnica que, en otros campos más restringidos, tenían,

como hemos visto, sus conciudadanos. «¡Oh, Calias! -preguntaba al

rico personaje de ese nombre-. Si tus hijos, en vez de tales, fueran

potros o terneros, tendríamos a quien tomar a sueldo para que los

hiciese buenos y hermosos con la excelencia que a aquéllos les es

propia; y sería algún caballista o campesino. Pero, puesto que son

hombres, ¿a quién piensas tomar por encargado de ellos? ¿Quién hay

que sea entendido en tal ciencia humana y ciudadana?» (Apol. 20a-b).

No se cansaba de advertir la necesidad de un especial conocimiento

para el desempeño de las funciones públicas, empezando por el

ejercicio militar; le parecía locura que se designasen los magistrados

por sorteo, siendo así que nadie querría seguir tal procedimiento para la

elección de un piloto, un carpintero, un flautista a otro operario

semejante cuyas faltas son menos perjudiciales que las de aquellos que

gobiernan el Estado (Jenof. Mem.I 2, 9); es absurdo igualmente -decíaque

se sancione a un hombre que trabaja estatuas sin haber aprendido

estatuaria y no se castigue al que pretende dirigir los ejércitos sin

haberse preocupado de conocer la estrategia, cuando es la suerte de la

ciudad entera la que se le entrega en los azares de la guerra (III 1, 2).

En otra ocasión (III 6, 1 y sigs.) le vemos hablando con Glaucón, el

hermano de Platón, que, aún en su primera juventud, se empeñaba en

arengar al pueblo y dirigir los asuntos de Atenas; y en el interrogatorio

queda al descubierto la absoluta ignorancia del joven en lo tocante a la

situación financiera, militar y económica de la ciudad. Estos

pensamientos socráticos son puestos por Platón como base de su

tratado. «Se prohíbe -dice en 374b-c- a un zapatero que sea, al mismo

tiempo que zapatero, labrador, tejedor o albañil; ¿cómo puede permitirse

que un labrador o un zapatero o cualquier otro artesano sea

juntamente hombre de guerra si aun no podría llegar a ser un buen

jugador de dados quien no hubiese practicado asiduamente el juego

desde su niñez?»

En todo esto, sin embargo, no aparece sino un aspecto vulgar y

previo del requerimiento socrático; porque el arte militar y el político

entran dentro de aquella «ciencia humana y ciudadana», de aquel

estudio del hombre que no es completo si no considera a éste en

sociedad. Ese conocimiento del hombre -porque hombres han de manejar

así el general como el político- vale más que la simple práctica de la

guerra o la buena información en otros campos de la administración

pública. Ello explica la paradoja de que Sócrates (Jenof. Mem. III 4, 1 y

sigs.) justifique la elección de un estratego sin otros méritos que los de

llevar bien su casa y saber organizar los coros del teatro: este tal ha

demostrado que sabe operar con hombres y ello representa

positivamente más que los empleos de locago y taxiarco y las cicatrices

que ostentaba su contrincante.

Este arte de tratar a los hombres, es decir, de conducirlos a su bien,

no es, elevado a la categoría de conocimiento racional, otra cosa que la

filosofía. Ella constituye, pues, la verdadera ciencia del político: la

justicia y la felicidad de la ciudad son secuelas del conocimiento

filosófico del gobernante, advertido y acatado por los gobernados; pero

tal conocimiento no puede ser alcanzado por la multitud y, por tanto,

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ésta no debe asumir funciones rectoras. Cuando Critón advierte a

Sócrates de la necesidad de tener en cuenta la opinión de la multitud

(Crito 44d), por ser ésta capaz de producir los mayores males, como se

ha visto en el propio caso de la condena del filósofo, Sócrates responde:

«Ojalá fuera capaz la multitud de producir los mayores males para que

fuese igualmente capaz de producir los mayores bienes, y ello sería

ventura; pero la verdad es que no es capaz de una cosa ni de otra,

porque no está a sus alcances el hacer a nadie sensato ni insensato y no

hace sino lo que le ocurre por azar». La capacidad de hacer más

sensatos, esto es, mejores a sus conciudadanos es lo que el Sócrates

platónico exige del político, y por no haberla tenido aparece condenado

el mismo Pericles (cf. págs.12-13); el pueblo, como se ha dicho, es

radicalmente incapaz de ello (494a). Y con esto queda pronunciada la

condena definitiva de la democracia. Pero la descripción que Platón

hace de ella no quedaría completa a nuestros ojos si al lado de sus

razonamientos abstractos no pusiéramos la animada pintura de la vida

ateniense que nos hace al hablar del Estado y del hombre democráticos

en uno de los trozos de más valor literario de toda la obra (557a y

sigs.). Allí vemos el régimen en su hábito externo, con aquel

henchimiento de libertad, anárquica indisciplina a insolencia agresiva

que, como si estuviese en el ambiente, se transmite a los esclavos y a

las bestias, de modo que hasta los caballos y los asnos van por los

caminos sueltos y arrogantes, atropellando a quienquiera les estorba el

paso; libertad tan suspicaz que se irrita y se rebela contra cualquier

intento de coacción y que para guardar perpetua y plena conciencia de

sí misma termina por no hacer caso de norma alguna (563c-d). Ni

Tucídides ni Aristófanes nos han dejado cosa mejor sobre las fiaquezas

políticas de Atenas.

Las consideraciones que van expuestas nos explican la renuncia de

Platón a aquella solución del problema de la fidelidad del poder público

que consiste en que éste sea ejercido por la sociedad misma. Sin idea de

sistema representativo ni de balanza de poderes y de acuerdo con su

doctrina de la técnica, no queda otra cosa que crear un cuerpo

especializado de ciudadanos que desempeñe las funciones directivas

del Estado: y a esta creación está consagrado en gran parte el tratado de

La república.

4. Tiranía y oligarquía

La separación del poder es condición previa para la buena marcha de

la ciudad, pero no tiene por sí eficacia alguna; antes bien, puede

conducir a una situación mucho peor que la de la democracia si el que

lo asume es un tirano. Platón había conocido en su primer viaje a

Sicilia (hacia el 388) un caso auténtico de tiranía en el régimen de

Dionisio. El hombre tiránico es el que deja sus bajos apetitos por

dueños de sí mismo, y el tirano político, el que, una vez conseguido el

poder, los entroniza sobre la ciudad entera. Después de los tonos de

vivo humor con que ha pintado a la democracia, la prosa platónica se

hace inusitadamente grave y sombría y entra en una especie de lírica

acritud al hablar del tirano. Y aun hay un pasaje (577a) en que el autor

irrumpe inesperadamente con su propia experiencia en el diálogo de sus

personajes. Todo nos aparece ahí con el vigor que a lo atentamente

observado sabe dar un espíritu genial: el doble empeño del tirano de

asegurarse al demo y acabar con sus propios enemigos; su crueldad a

inexorabilidad para con éstos y su adulación de la multitud; el miedo

que le acosa y la necesidad consiguiente de vivir siempre custodiado; la

precisión de hacer la guerra por razones de política interior; su

intolerancia de todo hombre de valía, animoso, prudente o simplemente

rico; su soledad en un círculo de gentes ruines que le odian en el fondo

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de su ser; en fin, la servidumbre del alma del tirano y, en consecuencia,

la servidumbre del pueblo a quien él domina, «esclavo de sus propios

esclavos». El retrato está hecho con rasgos tomados de Dionisio I de

Siracusa, de Periandro de Corinto, de Pisístrato y de otros tiranos y era

sin duda necesario para completar el cuadro de los regímenes políticos

existentes en Grecia, así como para demostrar la tesis, fundamental en

La república, de que la extrema injusticia va acompañada de una

extrema infelicidad; pero su mérito principal está en el maravilloso

poder de representación con que Platón lo traza. Sea cualquiera la

verdad histórica, este trozo parece atestiguar que el autor ha sentido en

su propia carne la crueldad del tirano.

La democracia ateniense y la tiranía siracusana daban al filósofo

modelos vivos de dos regímenes políticos existentes en su tiempo.

Quedaba un tercero, la oligarquía lacedemonia, de la que Platón tenía

menos directo conocimiento, pero que era objeto de frecuente

consideración en los círculos cultos de la propia Atenas. Había sido

ésta derrotada en la guerra contra Esparta; la tesis periclea de la

superioridad ateniense en virtud de un determinado tenor de vida y una

determinada constitución política estaba sujeta a revisión en el ánimo

de los vencidos. Preguntábanse éstos si no serían aquéllos más bien los

motivos de su debilidad. Por otra parte, la vida espartana aparecía como

la primitiva y genuina de todos los griegos ya ella se volvían los ojos

con la simpatía que inspiran, sobre todo en los tiempos de desgracia,

los sanos y olvidados usos de la antigüedad. Pero, cuando no se

mezclaba un interés político -y éste era el caso en el sereno ambiente de

la sociedad socrática- la devoción consagrada a las cosas lacedemonias

resultaba un tanto remota, contemplativa y nada operante. Sobre todo,

no llegaba a ofuscar el sentimiento patrio ni la conciencia de la

superioridad que conservaban los atenienses en la esfera del espíritu.

Sócrates podía ciertamente lamentarse (Jenof. Mem. III 5, 15) de que

éstos no imitasen a los lacedemonios en el respeto a los ancianos, en la

práctica de los ejercicios corporales, en la concordia mutua, en el

estudio especializado del arte militar; pero su recuerdo de las glorias de

antaño y aun otras realidades presentes le convencen de que, por debajo

de estas deficiencias de hábito, hay en ellos una íntima excelencia que

puede hacerles de nuevo, con fácil corrección, superiores en todo a sus

rivales. Análogas son las ideas del Sócrates platónico en el Alcibíades I

(120 y sigs.), donde, después de extenderse en consideraciones sobre la

grandeza de Lacedemonia y Persia en linaje, fuerza y riquezas, termina

aconsejando al joven sobrino de Pericles el cumplimiento del precepto

«conócete a ti mismo», que le llevará a la convicción de que los

atenienses sólo pueden vencer a sus enemigos mediante la aplicación y

el saber.

El elogio de la vida espartana, no ya en los pormenores de su

constitución, sino en el espíritu que la animaba y en las líneas generales

de su estructura social, se había convertido en un tópico de los tiempos;

pero ese elogio nos da en general la impresión del que hace el hombre

de la ciudad cuando, alabando la vida sencilla y honrada de la gente del

campo, en nada piensa menos que en cambiarse por ella, porque en el

fondo estima que su propia vida tiene otras ventajas a las que aquélla

no ofrece compensación. El famoso usurero de Horacio tiene un fondo

humano que, con distintas variedades, se muestra con frecuencia en la

historia.

Lo que Platón dice en La república acerca de aquel «régimen tan

generalmente alabado de Creta o de Laconia» está dentro del mismo

ambiente. La distinción entre timarquía y oligarquía parece

corresponder simplemente a dos grados de evolución de la misma

sociedad lacedemonia, alcanzado el primero en el siglo V y el segundo

en el IV; ambos regímenes son considerados como superiores a la

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democracia sin dejar de ser por ello regímenes enfermos, verdaderas

afecciones de la ciudad. A la misma timocracia, el mejor de los dos, no

se le escatiman los rasgos desfavorables y aun odiosos (547e-548a),

como la avaricia y la hipocresía, tomados en su mayor parte de la

propia realidad de Esparta. No recogió Platón de ésta la disposición de

las magistraturas e instituciones, como los reyes, los éforos o el

consejo; sus ventajas son simplemente de hábito y estructura social. El

poder está en manos de unos pocos selectos, pero les falta el elemento

razonador, es más, hay allí una aversión a entregar el mando a los más

sabios. Estos regímenes adolecen, pues, de falta de verdadera cultura

(cf. Hipp. mai. 285c) o, en último término, de filosofía (cf. también la

paradoja de Prot. 342a y sigs.); y la filosofía, hay que agregar, se

hallaba, bien que sin informar al Estado, en la democracia ateniense.

Como queda dicho, los cuatro regímenes reales de que hemos hecho

referencia se presentan en La república en un proceso de degeneración

conforme a una representación común en la antigüedad. Platón

concebía lo primitivo como lo más perfecto, y, a partir de ese régimen

admirable de tiempos remotísimos y no atestiguados, se sucedían las

cuatro formas políticas de la ciudad por este orden: timarquía,

oligarquía, democracia, tiranía. La evolución del Estado tiene su

paralelo en la evolución del individuo: el predominio de cada una de las

partes del alma corresponde al predominio de una determinada clase

social en aquél, y así el individuo timocrático pasa a hacerse

oligárquico, el oligárquico se convierte en democrático y este último en

tiránico. Excesivo es, sin embargo, afirmar que Platón ha creado con

ello la filosofía de la historia y equiparar esta parte de su obra a las

sistematizaciones de Hegel, Comte o Marx.

En realidad los principios que informan esta exposición son bien

sencillos y visibles: primeramente el de la decadencia histórica, que,

como ya hemos dicho, no es exclusivo de Platón, sino corriente y

admitido en casi todo el pensamiento antiguo. Con él se combina un

enlace de sucesión establecido sobre la creencia general de que el

régimen espartano era el primitivo de todos los pueblos griegos y de él

había nacido en Atenas la democracia. Agréguese la evolución que, en

tiempos del filósofo, había sufrido ese régimen pasando de democracia

a oligarquía; y finalmente el hecho de que la democracia había dado

lugar en Siracusa a la tiranía de Dionisio I. Lo que Platón ha puesto de

su cosecha es el admirable análisis psicológico del cambio por que van

pasando los individuos y los regímenes; y este análisis es fruto de su

observación y su experiencia de Sicilia y principalmente de Atenas.

Aun no llegando a madurez, los diversos regímenes y constituciones

que brotaban en el vivero ateniense podían ser advertidos y calculados

en su desarrollo por un alma sagaz y profunda como la de Platón. Ahí

veía surgir los cambios del Estado en un ambiente familiar y casero,

unidos a eternas y vulgares tendencias del espíritu humano; recuérdese,

por ejemplo, aquella madre dolida e indignada que representa

vivamente a su hijo el fracaso y la infelicidad de su padre y le excita a

seguir distinta y más provechosa conducta (549c y sigs.), o la pintura

de la general indisciplina doméstica en el Estado democrático (562e y

sigs.). La verdad de este proceso no es verdad histórica, sino

psicológica; aquella verdad de las buenas ficciones, de la que se ha

dicho que es superior a la de la historia. Verdad típica y ejemplar, que

no excluye que las cosas puedan suceder de otra manera; Platón mismo

apunta la posibilidad de la regeneración del hombre democrático (559e

y sigs.), y no hay razón para sostener que en su mente la única salida de

la democracia sea la tiranía.

5. Las teorías políticas

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La construcción política de Platón no surge sólo de la contemplación

de las realidades de su tiempo y de la insatisfacción que le inspiran,

sino de su repugnancia contra las teorías políticas corrientes. Hechos y

doctrinas van siguiendo un proceso paralelo. El pensamiento griego se

aplicó primeramente a la contemplación de la naturaleza, al estudio de

sus leyes, a las conjeturas sobre la composición del mundo físico. El

Estado queda incluido en el universo natural y, por lo tanto, resulta tan

irreformable como la naturaleza misma; es indiferente que los

conceptos de justicia y ley se transporten de lo físico a lo humano o se

siga el proceso inverso: todo permanece dentro de lo fatal e inevitable.

Podemos imaginamos a un supuesto labrador asiático que siente cómo

llega hasta él la acción despótica del Estado, bienhechora o nociva, ya

para defenderle, ya para cobrarle el tributo, pero en uno y otro caso la

cree tan ineludible como la lluvia que fecunda sus mieses o el granizo

que las destruye. A esta disposición meramente pasiva del individuo

corresponde la identificación teórica de la ley estatal con la ley física.

Terrible revelación la de que el hombre puede actuar sobre el Estado,

cambiar su constitución y modificar así su propia suerte en cuanto le

parece más miserable y dolorosa. y esta revelación la tuvo el hombre

griego: él podía observar las cosas más de cerca por la misma pequeñez

de la polis, advertir la debilidad de los detentadores del poder y

adivinar en consecuencia el poco esfuerzo que requería su

derrumbamiento. Platón mismo, al tratar del origen de la democracia,

ha pintado el caso de una manera viva y sustancialmente verdadera

(556c y sigs.). Los hechos confirman las esperanzas y el poder cambia

de manos; entonces ya no puede creerse en el origen divino de aquél y

la idea del fundamento natural del Estado deja paso a la de la

convención (nómos). El peligro, sin embargo, es que todo lo

convencional puede ser requerido de cambio y proclamada, frente a la

antigua doctrina del Estado-naturaleza, la del individuo-naturaleza, se

deja el camino abierto a los asaltos del egoísmo y del capricho y, en

último término, a la teoría de la fuerza, que sólo puede llevar a la

tiranía o a la destrucción de la sociedad. Homero había enseñado que

los reyes reciben su cetro de Zeus; Hesíodo había dado a la Justicia

progenie divina; Heráclito había concebido el orden del Estado como

una parte del gran orden del cosmos; pero el griego observaba tal

variedad de regímenes entre las gentes de su raza y tal sucesión de ellos

dentro de una misma polis, que no podía menos de plantearse el

problema de cuál de esos regímenes era el mejor, con lo que se creaba

la ciencia política.

Pero antes había que pasar por la gran crisis representada por la

Sofística. Los sencillos y no razonados principios de la moral

tradicional, la misma religión heredada, eran demasiado débiles para

resistir el choque de calamidades tales como había padecido la

generación de fines del siglo V y principios del IV: violadas todas las

normas de la conducta humana y sumergidos en la catástrofe ciudades,

familias e individuos, no parecía haber otra consigna sino la de sálvese

quien pueda, y la máxima de que cada cual no valía sino lo que su

propia fuerza informaba la vida toda, así en las relaciones ciudadanas

como en las internacionales. Atenas había pasado por la peste, la

derrota, el hambre y el terror: cómo relajaba más y más cada nuevo

desastre la moral de sus ciudadanos ha sido magistralmente referido por

Tucídides, especialmente en III 82 y sigs. Y las doctrinas seguían el

paso de los acontecimientos y del estado social.

Los griegos tenían en las relaciones internacionales algunas normas

heredadas de antiguo con base religiosa, tales como la del respeto al

pacto jurado y la de la inviolabilidad de los mensajeros; pero, además

de que estas normas fueron muchas veces quebrantadas, la guerra en sí

no era otra cosa que una gigantesca aplicación del principio del derecho

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del fuerte. En las conversaciones que precedieron a la apertura de la

gran campaña, los atenienses habían declarado a los lacedemonios que

«los que pueden imponerse por la fuerza no tienen necesidad alguna de

justificación» (Tucíd. I 77, 2). Hay que recordar además -y esto lo

comprenderá mejor nuestra generación que las precedentes- que la

lucha entre Estados tomó en gran parte carácter de lucha de regímenes,

de pugna entre democracia y oligarquía, y en consecuencia la oposición

política de cada ciudad resultaba aliada de los enemigos de ella o, por

lo menos, partidaria de la composición y de la paz. Sus probabilidades

de triunfo aumentaban con las derrotas de la propia patria y, cuando la

situación era más desesperada, los que se empeñaban en mantener el

régimen tradicional, y con él la guerra, aparecían como responsables de

la consumación de su ruina: de aquí aquellas sediciones y guerras

civiles en las que, como sucede siempre, el atropello y la crueldad

rebasaban los límites comunes en la guerra entre Estados poniendo

colmo a la inhumanidad y al horror. En Tucídides y en Jenofonte, en

Aristófanes y en Lisias hallamos reflejado aquel ambiente de tenebrosa

desconfianza que precedía a las revoluciones y aquel miedo inefable en

medio de la lotería de la muerte: vemos, durante el régimen de los

Treinta, a los ciudadanos y los metecos ricos sorprendidos en la calle o

en sus propias casas y entregados a los ejecutores para que les hiciesen

beber la cicuta; a los oligarcas radicales arrastrados por la inexorable

necesidad del tirano a deshacerse, saltando sobre la jurisdicción

ordinaria, de sus colegas más moderados; a la multitud preguntando

anhelosa hasta dónde iba a llegar aquello y a los tiranos mismos

espantados de su propio miedo y tratando de ahogarlo en sangre.

La reconciliación y la amnistía impuestas en gran parte por los

 

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